28 mar 2010

Capítulo 5

Había sido un viaje de más de día y medio, pero al fin estaban allí.
Claire se asomó por una de las ventanas de la cabina y observó la majestuosa ciudad de Khallum. Los altos edificios apenas dejaban ver las calles de la ciudad salvo en la zona más cercana al puerto, donde podían distinguirse decenas de transeúntes y vehículos. Era una de las ciudades más avanzadas del continente en lo que a tecnología y conocimiento se refiere, y esto era perfectamente apreciable con sólo echar un vistazo: los edificios de tres o cuatro plantas, la gran cantidad de fábricas en la zona exterior, los numerosos automóviles de vapor y el ambiente en general dejaban claro el alto nivel de desarrollo que Khallum había alcanzado, y que hizo que Claire se sintiera maravillada con lo que estaba viendo.
Rutger varió el rumbo y se dirigió al puerto aéreo, situado en las afueras de la urbe. Una vez se había aproximado lo suficiente, se acercó al telégrafo y comenzó a enviar un mensaje a los controladores del puerto. Lo había hecho tantas veces que ya lo escribía de memoria, sin necesidad alguna de consultar el código: «Aquí Halcón Escarlata. Solicito permiso para aterrizar».... Halcón Escarlata... siempre le había parecido un nombre horrible para un dirigible, o para cualquier otra cosa. Pero al fin y al cabo, la aeronave pertenecía a Claire y ella podía llamarla como le viniese en gana.
La respuesta no se hizo esperar: «Imposible, Halcón Escarlata. Estamos al máximo». Rutger maldijo entre dientes: tendría que dejar el dirigible a las afueras de la ciudad, como ya había hecho otras veces tras verse en la misma situación.
Aprovechando un claro cercano a los muros de la mastodóntica urbe, Rutger hizo descender la aeronave y, junto a Darius y Claire, descendió y la ancló al suelo y a varios árboles.

- Odio cuando ocurre esto - gruñó Rutger -. Aquí fuera podría ocurrirle cualquier cosa al Halcón.
- Vamos, no seas así, eso tiene fácil solución - le respondió Claire -: basta con que siempre haya al menos uno de nosotros vigilándola.
- También odio eso...
- ¿Por qué?
- Porque en estos casos suelo ser yo el que se queda más tiempo vigilando. Y me aburre sobremanera.
- Vamos, hazme ese favor... me muero de ganas por ver la ciudad, desde el aire tenía un aspecto increíble...
- ¿Ves? A eso me ref...
- Voy a buscar a ese tal Longard y a hacerle un par de preguntas - interrumpió Darius -. No sé cuando volveré. Dependerá de si averiguo algo interesante.
- ¡Espera! - dijo Claire -. Voy contigo.
- No. Esto es un asunto personal. No es necesario que vengas.
- Quizá no sea necesario, pero quiero ir.
- ¿No querías hacer turismo?
- He cambiado de idea.
- Pues lo siento, pero no estoy de humor para tus cambios de parecer - dijo Darius mientras comenzaba a caminar hacia la ciudad -. Me voy. Volveré lo antes que pueda.

Claire estaba realmente furiosa. No entendía por qué Darius despreciaba su ayuda cuando se la ofrecía, ni por qué era tan distante y descortés con ella y con Rutger, sobre todo desde que les contara lo que le había ocurrido aquel día nueve años atrás. Quería gritar, correr hacia Darius, golpearle en la cara y exigirle que le contase qué era lo que le pasaba. Pero en lugar de ello, simplemente se quedó quieta, apretando los puños y con el ceño fruncido.
- Maldito idiota - dijo con rabia -. ¿Por qué me habla así? ¡Yo soy su jefa, maldita sea! ¡No tiene ningún derecho a hablarme así!... y más que su jefa, soy su amiga... ¿Por qué diablos no dice nada? ¿Por qué no nos cuenta lo que le pasa?
- Últimamente está bastante más raro de lo habitual - apuntó Rutger -. Supongo que, en cierto modo, es comprensible; tuvo una mala experiencia en el pasado y ahora, cuando parecía que lo había superado, ocurre todo esto... yo también estaría ofuscado.
- Pues si piensa que va a salirse con la suya, es que me conoce en absoluto.
- ¿Estás pensando lo que creo que estás pensando?
- Si. Voy a seguirle.
Rutger la miró con expresión seria durante varios segundos, hasta que finalmente dijo:
- Está bien, yo vigilaré el dirigible por ahora... ¡Pero no tardes en volver! ¿De acuerdo?


Darius acababa de entrar a la ciudad. Por suerte para Claire, había podido alcanzarlo y localizarlo antes de que se perdiera entre la muchedumbre. Se mantuvo en todo momento a una distancia prudencial; puede que Darius no quisiera hacerla partícipe de lo que estaba ocurriendo, pero ella no tenía ninguna intención de quedarse fuera, ignorando los acontecimientos que estuviesen por venir.
Darius preguntó por la tienda de Longard a varias personas. Finalmente, un señor mayor pudo indicarle donde se encontraba; en la zona más rica de la ciudad, justo frente al palacio del emperador, a unos quince minutos andado de donde él se encontraba. Se puso en marcha y, a paso ligero, empezó a adentrarse en las calles de la ciudad, flanqueadas por los altos edificios. Quería llegar a su destino sin demora.

Apenas tardó unos diez minutos en llegar a la sastrería. La fachada era un tanto anodina, sin ningún tipo de pintura o decoración aparte del letrero situado sobre la puerta, y además no tenía ningún escaparate. Darius respiró hondo y entró.
El interior de la sastrería era casi tan poco llamativo como el exterior. Sobre las paredes pintadas de blanco había algunas prendas de muestra; Darius no era ni mucho menos un experto, pero desde luego aquella ropa parecía de gran calidad. Aparte de eso, nada de lo que allí había hacía pensar que aquel lugar fuese una sastrería de lujo.
Darius observó las prendas con más detenimiento... sí, todas ellas llevaban grabado aquel símbolo. No cabía duda; era el mismo que ya había visto en anteriores ocasiones.

- Buenas tardes. ¿Puedo ayudarle? - dijo una voz, interrumpiendo sus pensamientos.
- Si - contestó Darius mientras se volvía, clavando sus ojos en el hombre que, desde el mostrador, le había hablado -. ¿Es usted Longard?
- El mismo que viste y calza - le dijo el hombre, un tanto delgado, bajito y con un bigote rizado bastante ridículo -. ¿En qué puedo ayudarle?
- De momento, sólo estoy curioseando. He oído que este era el taller textil más afamado de toda Riversia y quería comprobarlo con mis propios ojos.
- No le han informado mal. Está usted en la sastrería de Longard, probablemente la más prestigiosa y exclusiva del país.
- ¿Y cuán exclusivo es realmente su negocio?
- Más de lo que imagina; para que se haga una idea, sólo tengo ocho o diez clientes habituales. Y aparte de ellos, no viene mucha más gente que pueda permitirse comprar una de mis prendas.
- Entiendo. ¿Y qué clase de clientes vienen aquí?
- Ya le digo, sólo las personas muy ricas pueden permitirse comprar mis productos; tenga en cuenta que sólo empleo las más finas telas y las mejores técnicas artesanales... y eso hay que pagarlo, por supuesto - dijo el hombrecillo con una sonrisa autocomplaciente.
- Me lo imagino - dijo Darius condescendientemente -... ¿y qué personas en concreto suelen venir aquí? ¿El emperador, por ejemplo?
- No puedo hablar de mis clientes, lo siento. Política profesional.
- Entiendo - dijo Darius, volviéndose de nuevo hacia las prendas y echándoles un largo vistazo, tras el cual reanudó la conversación con Longard -. Por cierto, estoy buscando a un hombre llamado Sadler. Es geólogo y trabaja para el emperador. No lo conocerá por un casual, ¿verdad?
- Lo siento, pero ya le he dicho que no puedo hablarle sobre mis clientes.
- Yo no he mencionado que fuera su cliente, señor.
Darius miró de forma fulminante a Longard, que empezó a sentirse visiblemente nervioso. Se acercó a él de forma intimidatoria y le dijo:
- ¿Sabe qué? Hay algo que no me cuadra sobre Sadler; cuando lo ví, llevaba una de sus prendas. Sin embargo, él no es más que un geólogo, y por mucho que trabaje para el emperador, dudo mucho que sus emolumentos puedan compararse siquiera a los de las personas «muy ricas».
- ¿Qué pretende insinuar? - preguntó Longard, cada vez más inquieto.
- No insinúo nada, señor Longard. Sin embargo, su actitud le delata; hay algo que me está ocultando.
- ¿A... a qué se refiere?
Darius comenzó a avanzar cada vez más hacia Longard, que retrocedió acongojado hasta encontrarse acorralado contra la pared. Desde esa posición de dominio, Darius continuó su interrogatorio:
- No lo sé; pero creo que es evidente que usted no teje ropa exclusiva para personas ricas... no, yo diría que no es tan sencillo.
- ¿E-está diciendo que mi negocio es una tapadera? - preguntó Longard con la cara desencajada.
- No he dicho eso, señor - dijo Darius con una mueca sarcástica mientras se acercaba aún más a Longard -, pero es usted una mina. Cada vez que saca a pasear la lengua me da más información, así que dígame... ¿para qué sirve de tapadera su negocio?
- ¡P... para nada!
- No juegue conmigo, ¿quiere?. Puedo llegar a enfadarme mucho cuando alguien trata de tomarme por tonto. ¿Desde cuándo tiene una sastrería de lujo este aspecto tan vulgar? Ni siquiera tiene un escaparate para mostrar sus «exclusivas y lujosas prendas». Y el hecho de que un simple geólogo pueda permitirse comprar aquí no hace sino aumentar mis sospechas. Quizá a la gente normal se le escapen estos detalles, Longard, pero no a mí. He estado investigando y, tras ver este sitio, tengo la certeza de que hay algo no cuadra. Así que dígame... ¿qué está escondiendo?
- ¡N.. no puedo decirle nada! ¡Si lo hago, me matarán!
- Vaya, qué cosas. ¿Y qué piensa que voy a hacer yo si no habla?
- No, por favor...
- Si me dice lo que sabe, aún podrá largarse de aquí antes de que nadie sepa lo que me ha contado. Pero si decide no colaborar...
- ¡Está bien! ¡Está bien! Fabrico prendas por orden expresa del emperador. Sólo para quienes vienen autorizados por él. No sé nada más, se lo juro. Yo sólo les hago las vestimentas cuando me las encargan, eso es todo.
- ¿Y si es así, por qué demonios tiene abierto su negocio al público? ¿Por qué no trabaja para ellos de forma clandestina?
- Todo el mundo piensa que mis prendas solo están al alcance de unos pocos, así que, básicamente, nadie las compra. Además, todo el mundo que conoce mi firma la asocia directamente a mi negocio cuando la ve en alguna de mis prendas.
- Ya veo. De ese modo, pueden utilizar el símbolo de la ropa para identificarse entre sí, mientras que cualquier otra persona que no lo sepa, pensaría que es una prenda de lujo. Así no despiertan las sospechas de nadie, puesto que es un símbolo conocido por la gente... ingenioso. Muy ingenioso. ¿Puede decirme algo más?
- No se nada más, créame.
- Está bien. Ahora déme su lista de clientes.
- No tengo tal cosa. Me tienen prohibido llevar registro alguno sobre las personas para quienes confecciono ropa.
- ¡Pues coja papel y pluma y empiece a escribir sus nombres!
Longard dio un respingo. Sacó precipitadamente un papel de debajo del mostrado y se dispuso a mojar la pluma para empezar a escribir.
- Quiero que escriba todos los nombres que recuerde desde que empezó a trabajar aquí.
- Eso son unos veintitrés años... - Darius le clavó la mirada -. P-pero, como ya le he dicho, no viene mucha gente, así que no hay problema.
Tras unos minutos, Longard acabó la lista. Había escrito unos cincuenta o sesenta nombres. Darius cogió el papel y se dirigió a la salida. Cuando ya se disponía a salir, le dijo a Longard:
- Si yo fuese usted, huiría de aquí antes de que nadie se entere de lo que ha ocurrido.
Y dicho esto, salió de la sastrería.

Comenzó a caminar hacia las afueras de la ciudad, de vuelta al dirigible, mientras leía la lista. Sólo veía un montón de nombres que no le decían nada. Localizó el de Sadler casi al final, pero por lo demás no reconoció ningún nombre. Trató de concentrarse, leyendo cada nombre detenidamente con la esperanza de que alguno de ellos le diese alguna pista. Pero era inútil. Ninguno de esos nombres le era ni remotamente familiar, lo cual le decepcinó bastante. Sin embargo, aquella lista era un material muy valioso; en ella se incluían gran cantidad de nombres, lo cual significaba que tendría gran cantidad de vías para investigar a las personas para las que Longard confeccionaba las prendas y, tal vez, encontrar a aquel hombre que vio hacía nueve años y descubrir qué fue lo que ocurrió con su hermano. En ese momento, reparó también en las palabras que le había dicho Longard: «fabrico prendas por orden expresa del emperador. Sólo para quienes vienen autorizados por él». De ser cierto, era un hecho sorprendente; al parecer se estaba inmiscuyendo en algo muy grande, algo que le superaba. Pero ya no podía, ni pensaba, echarse atrás.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unas voces que escuchó a su espalda. Se giró y vio a Longard junto a dos guardias.
- ¡Ése es! -gritó el sastre señalando a Darius -. ¡Ése es el que me ha amenazado!
Los guardias se dirigieron hacia él, diciéndole con gestos que no se moviera de donde estaba. Darius hizo caso omiso y comenzó a correr.

Era muy difícil que consiguiese despistar a los guardias en una ciudad desconocida para él, así que corrió con la idea de encontrar algún lugar en el que esconderse. Para su sorpresa, tras doblar una esquina, uno de los guardias apareció delante suya. Dió media vuelta para evitarlo, pero el guardia consiguió agarrarle por la chaqueta. Con un rápido movimiento, Darius se zafó del agarre de su perseguidor y lo noqueó con una patada en la cara, tras lo cual siguió corriendo.

Tras unos minutos corriendo y evitando al guardia que aún lo perseguía, consiguió llegar a la zona sur de Khallum, cerca de la puerta por la que había entrado a la ciudad. Sólo tenía que salir de allí antes de que los guardias fronterizos recibieran la orden de busca y captura contra él... pero la suerte no estaba de su parte: dos automóviles se detuvieron delante suya, y de cada uno bajaron varios guardias armados con rifles. Viéndose superado por la situación, Darius levantó las manos y se arrodilló, dispuesto a entregarse.


Claire estaba estupefacta. Durante la persecución había perdido de vista a Darius, siendo por ello incapaz de ayudarlo a escapar. Poco después, lo había encontrado... en la zona sur, siendo arrestado en la zona del puerto. Pudo ver como los guardias le ataban las manos y le hacían entrar en el automóvil, llevándoselo del lugar. No había nada que pudiera hacer en una situación como esa.

Pasaron unos largos segundos hasta que Claire pudo reaccionar. Lo que había visto la había dejado helada; más que eso, había dejado en ella un sentimiento de impotencia, de saber que, aún intentándolo, no habría podido hacer nada por Darius. Finalmente, cuando pudo pensar con relativa frialdad, tomó una determinación. Se dirigió a las afueras de la ciudad en busca de Rutger: tenían que hacer algo para ayudar a Darius.